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¡Hemos llegado a las dos mil visitas!
Estela y yo hemos decidido que -si queréis- podemos hacer algo especial para celebrarlo.
Para ello necesitamos ideas. Si tenéis alguna sugerencia, podéis contactar con nosotras en Twitter (María y Estela).
Si no venís con ninguna no haremos nada y todos moriremos de tristeza.

Capítulo veintiocho.

¡¿Y qué se supone que tengo que hacer?!

La simple señal del agua en sus zapatillas le preocupaba. Eran sus favoritas, pero y qué. Ya no había nada que hacer con ellas. Absolutamente nada.
Incluso el hombre del chiringuito se quedó sin habla, hasta él había sucumbido a su nueva apariencia. Nadie le había mirado a los ojos de la misma manera que antes del accidente y eso era lo que más le molestaba de todo. Él era el mismo, seguía siendo Jaime y aún así, todos se quedaban aterrados al verle.
Las olas subían y bajaban, y las mareaban. Las zapatillas Nike que tanto le habían ayudado cuando necesitaba escapar de todo. Aquellas que habían escapado de muchas broncas, y algún que otro llanto. Desde corazones rotos hasta los que no. Allí estaban, en medio de un montón de basura y con arena destrozándolas poco a poco. Por lo menos le harás compañía al móvil.
Absolutamente nada le impedía pedir ayuda para volver a cogerlas, y guardarlas cual cicatriz de guerra. Con todas sus otras zapatillas, quizás menos importantes. Si hubiera podido hubiera bajado el mismo, pero se negaba a pedir ayuda.
-¿Volvemos ya? Se está haciendo tarde.
Su voz le reconfortaba, pero no hizo gesto alguno. Seguía mirándolas como si al día siguiente todo aquello que le importara le fuera quitado sin razón alguna, como si todavía fuera el día antes de coger el maldito avión y pudiera haber escogido su destino. Como si el destino existiera.
Se giró y la miró a los ojos, sonrió. De las pocas sonrisas que se le podían ver, las que iban destinadas a esa persona que no sabes que es importante para ti.
-Sí, vámonos. Querrás irte a tu casa.
-O quedarme contigo.
Otra sonrisa. Pero está era más bien forzada, y preocupada. Pasaba demasiado tiempo con él, y debía seguir con su vida. No se podía quedar estancada con él, o jamás saldría de ese lago.
-No, tranquila. Puedo cuidarme yo solito.
El típico chiste (que nunca funciona) para no preocupar, y dejar claro que no quería ser más molestia.

*Unas semanas antes.*

Ella había llamado muchas veces, quizás demasiadas, pero le daba igual. No quería imaginarse cómo podría reaccionar. Ni se lo imaginaba ni quería saberlo, prefería que jamás lo supiera. Cualquier persona menos ella, cualquiera que se compadeciera de él y de su paraplejía menos ella.
¿Quién la detendría cuándo vino a verle? Nadie.
-¡¿Cómo está Jaime?! ¡¿Ha llegado ya?!
-Hola, sí. Está aquí, pero no querrá verte. No quiere ver a nadie.
-¿Podría intentarlo?
La habitación estaba peor que nunca. Con todo por en medio como jamás pensaría que Jaime podría desordenarla, ni con la mayor furia de un enfado.
-¡Que te largues! ¡He dicho que no quiero a nadie aquí!
Pasó de aquel comentario y se sentó en la cama. Él no se destapó, y no pudo ver las lágrimas que estaba aguantando soltar con todas sus fuerzas. Deseaba que en vez de a él le hubiera pasado a ella.
-¿Es que no lo entiendes? ¡Que no quiero nadie aquí! ¡Que me dejéis en paz!
Se acercó más a él, y notó como le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Sin llegar a destaparle, se acercó más a él, tratando de adivinar donde estaba su cara. Cuando por fin consiguió acertar, metió su mano por debajo de la manta y le agarró la suya. Él hizo fuerza para quitársela de encima pero de poco servía gracias a sus clases de boxeo.
Poco a poco acercó su cara a la de él, y consiguió destaparle. Él hizo un gesto de mal humor pero al verla le cambió totalmente la expresión. No sabía cómo había llegado, ni cómo se había enterado del accidente. Pero allí estaba.
Ella se acercó, y le besó.
Temblando, él consiguió mirarla a los ojos y decir:
-¿Judith..?

Capítulo veintisiete.

*Dos meses después*

-Quiero dejarlo.
Movió lentamente el hielo en el gran vaso de tubo. Esperaba que él se levantara de golpe de la mesa y se largara, pero simplemente parpadeó y rodeó su vaso con las manos.
-¿Qué?
Tenía barba de tres días y tenía una gran mancha amarilla en el cuello de su camiseta. Las cosas no estaban yendo nada bien. El bar había cerrado, ni siquiera las actuaciones de Alicia hacían llegar al mínimo de ingresos cada mes. La gente sólo entraba a pedir agua, y en cualquier caso, los tres de siempre pedía anís y cerveza. La gente ya no se impresionaba con la bonita guitarra roja de Alicia, ni mucho menos con la actitud de Álex. Un fracaso. Y ahora otro. Se miraron y ella notó como algo le cosquilleaba en su muñeca izquierda, pero se había prometido no volver a hacerlo desde la última vez.

-¡Alicia, abre la puerta! -se había encerrado en el baño hacía veinte minutos y no se oía nada a través, incluso había otras chicas interesadas en entrar, pero la puerta estaba atascada.- ¡Por favor!
Las chicas gritaban que saliera ya, que el baño no era suyo. La insultaron y golpearon la puerta una y mil veces, hasta que Álex, con sus gritos, acabó por dispersar la gente. Sacó la llave y quiso morirse.
-¡Joder, Alicia!
Estaba tirada en el suelo, con un charquito de sangre alrededor de su muñeca izquierda. Tenía la mirada perdida y por un segundo, pensó que en realidad el que la había perdido era él.

-¿Es por él?
-Le echo mucho de menos.
-¿No habéis vuelto a hablar?
-No...

-Ya puedes pasar, cielo.
La madre de Jaime era exactamente igual a cómo se la imaginaba. Era bajita, rubia y tenía los labios casi rojo carbón. Su mirada, por encima de las gafas, te incomodaba, pero esa vez simplemente quiso abrazarla. Abrió la puerta y fue como una descarga eléctrica directa a sus piernas. Pero se sintió caer justo cuando un cojín rebotó contra la pared.
-¡Quítame el maldito suero! 
-Jaime, no... soy Alicia. 
-¡No me importa, quítame esto!
Estiró de la vía y Alicia empezó a gritar ayuda como nunca pensó que lo haría.